jueves, 9 de abril de 2009

La infalibilidad del Papa


Cristo estableció el fundamento de la Iglesia sobre el ministerio de los doce apóstoles, un ministerio destinado a perdurar hasta el fin del mundo, que iba a tener entre otras la sobrehumana –imposible sin auxilio divino– misión de transmitir la Verdad a todas las generaciones humanas. Para ello Cristo nombra a Simón, "Kephas", o sea, "Piedra" sobre la que edificar la Iglesia.

«Tú eres Piedra, y sobre esta Piedra edificaré mi Iglesia y las puertas del infierno no prevalecerán sobre ella. Te daré las llaves del reino de los cielos y cuanto ates en la tierra será atado en los cielos, y cuanto desates en la tierra será desatado en los cielos» (Mt 16, 18).

La palabra "Piedra" no tiene aquí el significado de la "primera piedra", como colocada antes que las demás, sino el que Pedro –como cabeza del colegio apostólico– es la roca o base de estabilidad y firmeza de la comunidad mesiánica que Cristo edifica sobre la fe que Pedro es el primero en confesar. La prerrogativa de "atar y desatar" es una confirmación de la altísima extensión de los poderes de Pedro, y además indica que esos poderes, más allá de la persona de Pedro, están destinados a la Iglesia de todos los tiempos, lo que implica una sucesión en la sede papal de Roma. Como se indica en la constitución dogmática "Pastor Aeternus", el que sucede a Pedro en esta cátedra obtiene, por la institución del mismo Cristo, el primado de Pedro sobre toda la Iglesia. «De esta manera permanece firme la disposición de la verdad, el bienaventurado Pedro persevera en la fortaleza de roca que le fue concedida y no abandona el timón de la Iglesia que una vez recibió». Este punto finaliza con una condena expresa para todo aquel que lo negare: «si alguno dijere que no es por institución del mismo Cristo el Señor, es decir por derecho divino, que el bienaventurado Pedro tenga perpetuos sucesores en su primado sobre toda la Iglesia, o que el Romano Pontífice no es el sucesor del bienaventurado Pedro en este misma primado: sea anatema».

La potestad del Papa es además plena, en el sentido que no la posee sólo en parte, sino que la posee en toda su plenitud. Es también suprema, porque no está sujeta a otra autoridad en la tierra, y es, por ello, inapelable. También en la "Pastor Aeternus", del Concilio Vaticano I, se halla definida como de fe la doctrina de la infalibilidad del Papa, la cual dice que «el Papa, cuando en ejercicio de su función de pastor universal enseña una verdad revelada como definitiva, no puede estar sujeto a error».

 Debe ser destacado que en la expresión "verdad revelada" están incluidas verdades de fe o de costumbres que proceden del Espíritu Santo, y no opiniones particulares sobre temas terrenales, o incluso políticos. Hoy en día esta infalibilidad papal es imprudentemente contestada e impugnada por algunos, pero si nos fijamos bien es lo más razonable que hay: si la infalibilidad no se diera, Cristo habría dejado a su Iglesia en el mismo caos doctrinal e inseguridad que ahora se encuentra entre los Protestantes. Todo serían opiniones diversas. ¿Qué certeza ofrecerían las disposiciones doctrinales, o sobre lo que es o no pecado mortal, si sus enseñanzas sólo tuvieran una garantía de probabilidad humana?. Sin esta infalibilidad las ovejas estaríamos desamparadas. Sin embargo, Cristo prometió la asistencia del Espíritu Santo para conducir a sus discípulos a la Verdad, y cumplió su promesa en Pentecostés. La infalibilidad del Papa no es más que la asistencia continua del Espíritu Santo. Además hay que darse cuenta que sin ella ¿cómo podría Pedro, y su sucesor el Papa de Roma, confirmar en la fe a sus hermanos (Lc 22,32)?, ¿y cómo Dios iba a castigar a quien no creyera (Mc 16,16)?.

También es infalible, por la misma razón, la doctrina emanada de los Concilios ecuménicos, siempre que se obre en comunión con el Papa, y asimismo es infalible en la Iglesia su Magisterio ordinario universal. Especialmente esta infalibilidad se hace ostensible en la interpretación de las Escrituras, y debe ser resaltado que ningún pasaje de las Escrituras puede interpretarse por cuenta propia contra el sentido unánime de los SS. Padres o de la Iglesia (Conc. Tridentino, Conc. Vaticano I).